Manuel Bueno es el párroco de Valverde de Lucerna, un pequeño pueblo rodeado de montañas y con un lago. Montaña y lago, dos protagonistas más de esta obra de Unamuno -porque no sólo don Manuel, Ángela y Lázaro protagonizan la historia de la que vamos a hablar-.
Esta pequeña -gran- obra de don Miguel relata la lucha entre la fe y la duda, entre el creer y el dolor de no creer; es una lucha de la existencia contra sí misma. Una lucha que muchos podemos hacer propia, porque no sólo don Manuel convive con sus propios demonios.
San Manuel Bueno, mártir trata, en la figura del principal protagonista, muchas de las preocupaciones espirituales del filósofo y nos interpela, casi sin que nos demos cuenta, para que nosotros también nos planteemos las nuestras.
¿Nos reflejamos en don Manuel? ¿En Lázaro? ¿En Ángela? ¿En el pobre de Blasillo el bobo?
La obra (re)presenta dos de los grandes fundamentos del existencialismo: la vida y la duda. Pero a diferencia de otros existencialistas, aunque Unamuno presenta la vida como algo a lo que nos han arrojado (con Calderón de la Barca nos recuerda: “el delito mayor del hombre es haber nacido”) es también como una celebración que debe alejarnos del deseo de abandonar este mundo en el que no elegimos estar, al menos esa va a ser la filosofía de don Manuel.
En una boda dijo una vez: ¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que por mucho que de él se bebiera alegrara siempre, sin emborrachar nunca…, o por lo menos con una borrachera alegre…!-Lo primero- decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero en todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.
(…)
Como en la obra de Kierkegaard, vemos en esta obra de nuestro dubitativo filósofo una imagen clara de su enraizamiento cristiano: la fe no puede estar en lucha con la alegría porque la alegría es el fondo de la cuestión vital (también es fondo de la cuestión religiosa, son muchos los santos y padres de la iglesia que han subrayado la importancia de la alegría en el cristiano, muy a pesar, muchas veces de la propia Iglesia).
Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer gravemente enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía de payaso. Mientras él estaba en la plaza del pueblo, haciendo reír a los niños y aun a los grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se tuvo que retirar y se retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una risotada de los niños. Y escoltada por don Manuel, que luego, en un rincón de la cuadra de la posada, le ayudó a bien morir. Y cuando, acabada la fiesta, supo el pueblo y supo el payaso la tragedia, fuéronse todos a la posada, y el pobre hombre, diciendo con llanto en la voz: “Bien se dice, señor cura, que es usted todo un santo”, se acercó a éste, queriendo tomarle la mano para besársela; pero don Manuel se adelantó y, tomándosela al payaso, pronunció ante todos:
-El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar, y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos, sino para dar alegría a los de los otros (…).
Unamuno, a su forma, nos plantea un problema, una cuestión vital: ¿qué hacer cuando no se hallan motivos para la alegría? ¿Qué hacer cuando todo se presenta bajo la inquietante forma de la duda? ¿Qué hacer cuando todo aquello en lo que crees se hunde en un abismo negro y no logras rescatarlo? ¿Qué hacer para dar a los demás lo que necesitan cuándo no lo encuentras en ti?
San Manuel Bueno es la respuesta (la que don Miguel nos ofrece). Reír, vivir y ayudar a reír y a vivir a los demás; esconder el dolor y la duda bajo la máscara, porque al final tanto el dolor como la duda se curan: “Sí, al fin se cura el sueño…, y al fin se cura la vida…, al fin se acaba la cruz del nacimiento… Y como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde…”.
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